Vivimos en tiempos cubiertos de niebla. Una niebla que a veces nos dificulta el camino al jardín. En estos tiempos de nacionalismos, esencialismos y narcisismos no viene mal recordar un dicho (ḥadīth) del Profeta (ﷺ) recogido por Bukhārī que dice así:

Narró Jābir b. ‘Abdallāh: Pasó un cortejo fúnebre delante de nosotros y el Profeta (ﷺ) se puso en pie, poniéndonos nosotros de pie también con él. Entonces le dijimos: «¡Oh, Mensajero de Allāh! ¿Acaso no es el funeral de un judío?». Y él dijo: «Siempre que veáis un funeral, debéis de levantaros». Ṣaḥīḥ al-Bukhārī, 23:70

Este ḥadīth —que aparentemente delimita una praxis muy concreta— marca de forma espléndida el adab (comportamiento) y el universalismo de lo islámico. Como decíamos, a priori parece que se trata de una simple recomendación para un acto concreto que es el comportamiento ante un funeral, pero en sí esconde una ḥikma (sabiduría) muy concreta: Lo humano y su representación vital deben estar por encima de cualquiera etiqueta o atributo. La muerte nos iguala, nos hace dóciles y nos apaga el nafs (ego). El acto de alzarse es el respeto de ir hacia Allāh para ser juzgados, seamos quien seamos, profesemos lo que profesemos.

La universalidad del ser humano ha sido una constante para el islam, o por lo menos para un islam sin los delirios del totalitarismo ideológico. Un totalitarismo que cada cierto tiempo toca a las puertas de los musulmanes. La protección de esa universalidad, igualmente, ha sido una práctica habitual desde los tiempos proféticos. No se trata de un falso mito, se trata de una realidad marcada y protegida por la sharī‘a, un deber social básico al que el gobernante se debe. El respeto a las minorías, la solidaridad con y de ellas y la presunción que el ser humano es un ser que trasciende las lógicas culturales para encontrarse y ser juzgada en igualdad de condiciones. En suma, el islam es un humanismo y es profundamente personalista.

Si tuviéramos que glosar un poco más esta idea, el Corán nos reafirma al ser humano como un ser libre dentro del qadr (destino) pero con un gran valor en sí mismo que le impide cosificarse. Un ser moral, que actúa desde principios éticos y justos, y sometido a una realidad mayor. Un ser que es, aparentemente, libre, pero con una gran responsabilidad ante la creación. Que cuando elige ser para Allāh, es pleno. Y eso debe traducirse en un respeto profundo de la multiplicidad de su creación. Si no estamos en un error grave, estamos profanando la memoria del Profeta Muḥammad (ﷺ). Más allá de nosotros mismos, de nuestro ego (nafs) seamos capaces de construir algo sólido no solo con nuestra comunidad, pero fundamentalmente con los «otros».

Por eso, los discursos nacionalistas o esencialistas dificultan la completa praxis islámica, ya que el musulmán no es un ser de fronteras, sino que va mucho más allá. Está alejado de un simple espacio delimitado. Los musulmanes no somos de “Musulmania” sino gentes del cielo y de la tierra (samāwāti wa-l arḍ). El hecho de trascender de un espacio concreto hace que el universalismo sea algo innegociable y el respeto a la diversidad sea algo más consistente frente al particularismo. Revaloricemos el rol y el peso social de la persona, su fuerza y su guía hacia la conciencia de la acción correcta.

Trascender de las lógicas civilizacionales es, a día de hoy, nuestro mayor reto. Entregarnos a un humanismo pleno de respeto y comprensión debe ser prioridad ante el aumento de los totalitarismos. La solidaridad, la universalidad y la raḥma (misericordia) son valores innegociables para nosotros, si es que de verdad queremos disfrutar de la plenitud de la conciencia de Allāh t‘ala (taqwa).  Y esto es en un mundo globalizado y, profundamente, inmediato.

La inmediatez en la que estamos sumidos lo hace todo más complejo, porque el personalismo requiere de reflexión, de zikr (recuerdo de Allāh), de imitación profética. Un buen musulmán no es instantáneo en su praxis y en su creencia, sino que medita, recuerda y construye. Así mismo, la inmediatez impide muchas veces la praxis correcta por desconocimiento. Antes de cada acción da una vuelta al tasbīḥ pidiendo correcta guía.

No es fácil lo que proponemos, pero la dulzura de lo bien hecho nunca lo es. Es como el apicultor que tiene que extraer la miel de la colmena, se arriesga a ser picado, pero cuán dulce es esa miel al final. Y es que el islam práctico, finalista y dulce. El islam se basa en la dulzura de la conciencia y el corazón. ¿De verdad nos interesa un islam de soflamas narcisistas? ¿Un islam regionalizado, folklorico y sin corazón?

El universalismo es lo que ha hecho grande al islam. Ese primer levantarse ante el cadáver de aquel judío nos da la clave de cómo debe ser no solo nuestra praxis moral, sino nuestra actitud para con el «otro». El islam es sabiduría, sin fronteras, acumulada a lo largo de los siglos y aderezada con solidaridad, universalismo y comprensión, huyendo constantemente de la homogeneización. El mensaje de Muḥammad (ﷺ) es profético, universal y lo disfrutan desde los chinos a los raperos del Bronx, quienes rompen los estereotipos con su día a día. Es la baraka, la ayuda, la misericordia y el afán de ir más allá.

Por eso, actuemos —más que nunca— con conciencia plena, libres en Allāh y con la idea de buscar el máximo beneficio para cualquiera sea quien sea; porque lograr el beneficio de toda la humanidad es el mejor camino al jardín eterno.