Cruzo con frecuencia las fronteras terrestres entre España y Marruecos, y sigo sin entender del todo el inhumano espectáculo de esa muchedumbre de porteadores que se empujan, corren, caen y se arremolinan en un urgente tránsito que tiene algo de éxodo y de estampida a la vez. Me resisto pero no encuentro en mi vocabulario más que voces asociadas al mundo animal para describir lo que veo: recuas de carga, jaulas, manadas, fustazos, desbandadas… De vez en cuando alguno se sale de la fila, con un fardo enorme a las espaldas; alguien le devuelve a su sitio a golpe de porra de goma. Otro se desploma bajo una saca de ochenta kilos; varias ancianas pasan por encima y una, entiendo que involuntariamente, le pisa el rostro. Rezo para que no me toque presenciar aplastamientos ni muertes, pero los leo en la prensa con una frecuencia inaceptable.
He intentado varias veces aproximarme a la realidad de este tránsito brutal, para comprenderlo y explicarlo. No he llegado demasiado lejos, pero puedo tratar de ensayar una exposición medio coherente. Allá voy.
El mercado marroquí demanda productos y útiles que se consiguen en los almacenes de Ceuta y Melilla a un precio excepcional por razones fiscales. Al Estado Español y, más aún, a las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, la adquisición por los marroquíes de esa mercancía le reporta millones de euros anuales en beneficios. España mantiene un acuerdo no escrito con Marruecos por el cual a los marroquíes de las ciudades fronterizas con Ceuta o Melilla no se les exige visado para pasar a dichas ciudades. Así que unos veinte mil ciudadanos marroquíes han encontrado un medio de vida indigno, pero necesario, transportando mercancía sobre la espalda entre Ceuta o Melilla y Marruecos: la única limitación que les pone la Administración de Aduana de Marruecos es que el bulto individual que porten no mida más de sesenta centímetros de lado.
Los porteadores, a los que llaman camalos (voz provenzal aún en uso en Tánger y Algeciras que nada tiene que ver con “camello”, como explican apresuradamente muchos periodistas) y mulas, reciben sus bultos en naves industriales españolas próximas a las fronteras de Beni Enzar o Tarajal. En esas mismas naves les retienen el pasaporte con el que han entrado en España. Corren después, ya pertrechados, hacia la línea fronteriza. Hay pasos especiales enrejados sólo para ellos (recuerdan a esos tubos de jaula por los que conducen a las fieras a las pista del circo). Cruzan con su equipaje inhumano la frontera a toda prisa pues quieren regresar para repetir otros portes. La policía marroquí no les pide la documentación. Al otro lado, ya en suelo de Marruecos, les recogen la mercancía, les pagan por el servicio urgente de transporte (unos diez euros) y les devuelven el pasaporte.
Los funcionarios de la Douane Marocaine no abren ningún bulto a nadie. Es lógico pensar que reciben dádivas por permitir este contrabando. Se afirma que a cada funcionario de la Douane le “corresponde” un número determinado de porteadores. También se afirma oficialmente que la mercancía es ropa y zapatos usados; pero quién esto relata ha podido comprobar que en los fardos hay teléfonos móviles de última generación, preparados lácteos infantiles, miel ecológica, cosméticos de marca, galletas príncipe y hasta joyas. Una furgoneta transporta el contenido del fardo desde su entrega al lado marroquí de la frontera hasta su destino final.
Volvamos a la cola en suelo español. Los porteadores tienen nombre y apellidos. Yo insistiría además en que tienen raciocinio y alma, pues parecen ser tratados como si carecieran de ello. Los mismos “empresarios” que les colocan la mercancía en la espalda han establecido un servicio de control y vigilancia absolutamente sorprendente. Son otros marroquíes, con chalecos reflectantes, cuya misión consiste en compeler a sus compatriotas porteadores para que no se hagan daño, no se salten la cola, no se pisen y no peleen. Los agentes de la autoridad española reconocen que hacen un trabajo que ellos no son capaces de hacer y les permiten ese ejercicio autoritario de orden en suelo de la Unión Europea. Entre los “camalos y mulas” hay ancianos y hasta personas en sillas de ruedas: el oscuro sindicato o gremio al que pertenecen es especialmente compasivo admitiendo tullidos e inválidos, quizá porque una silla de ruedas puede con dos fardos, el correspondiente al que va sentado en ella y el del joven que la empuja.
No terminemos sin añadir que cualquiera no puede ser porteador. Los hay de todos los lugares de Marruecos pero el sindicato debe admitirles en sus filas. Sin afiliación, no hay trabajo.
Las autoridades marroquíes insisten en que no hay contrabando de mercancías entre Ceuta o Melilla con Marruecos. Pero el hecho es que, además de los que se ven cruzando constantemente a pie, también hay unos dos mil coches porteadores, todos bajo la supervisión de diferentes agentes de la Douane. Eso hace que la frontera del Tarajal y la carretera ceutí que conduce a la misma esté casi permanentemente bloqueada por largas filas de coches con bacas imposibles.
En la lucha por la competitividad, los exportadores ceutíes han encontrado una nueva manera de ganar posiciones en la cola de la frontera: ahora muchos porteadores corren sin bultos hasta la cola de la frontera, adelantan así a los que llevan cargas pesadas y se colocan en primera posición. Un coche llevará sus bultos por otro camino transitable, paralelo al oficial y elevado sobre una colina. Desde allí, a diez metros de altura, dejarán caer la carga sobre los de abajo. Muchos resultan heridos al cogerlas. Pero parece que a nadie le importa. Estamos en territorio de la Unión Europea… pero quién lo diría.