La decisión, hecha pública el pasado miércoles 6 de diciembre, del presidente de los EEUU, Donald Trump, de trasladar la embajada americana de Tel Aviv a Jerusalén ha despertado la indignación de musulmanes de todo el mundo y, especialmente, de los palestinos, que ven como sus aspiraciones políticas y territoriales se truncan aún más y se diluyen las posibilidades de que Jerusalén Este se convierta algún día en capital de un futuro estado palestino.

Al ya descontento popular de las sociedades musulmanas al trascender una decisión de tal magnitud, se suma el rechazo y la oposición de todos los países miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, para los que el paso de la administración estadounidense de reconocer la ciudad santa de Jerusalén como la capital de Israel y cambiar la ubicación geográfica de su embajada, supone un descalabro y una violación de las resoluciones de Naciones Unidas, así como una clara zancadilla al proceso de paz en la región. En palabras del representante de Naciones Unidas en el proceso de paz, Nicolái Mladenov, “cualquier decisión unilateral menoscaba los esfuerzos para la paz. Y tengo que decirlo, estoy preocupado por el riesgo de una escalada violenta”.

Por el contrario, la noticia ha sido recibida con satisfacción en Israel, que ve en este movimiento de fricción un espaldarazo a su política de ocupación y apropiación territorial, especialmente teniendo en cuenta el simbolismo y providencialidad que alberga la ciudad de Jerusalén, no sólo para el mundo árabe, sino para el conjunto del mundo musulmán, que lo tiene por lugar sagrado y epicentro de peregrinación, al encontrase en su seno la emblemática Mezquita de Al-Aqsa y la imponente Cúpula de la Roca.

En este escenario, resulta particularmente llamativo el hecho de saber que la decisión de Trump no es casual ni gratuita, sino que responde a un programa político entre cuyos objetivos está el de estrechar y fortalecer el histórico vínculo con Israel y a su vez se sustenta en una norma adoptada por el Congreso de los Estados Unidos en 1995, en virtud de la cual Washington debía enviar su delegación diplomática a la sagrada ciudad.

También provoca inquietud y cierta ofuscación saber que el anuncio fue previamente puesto en conocimiento de varios dirigentes, entre ellos el propio primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, el rey Abdullah II de Jordania, el presidente de Egipto, Abdel Fatah al Sisi, y el rey de Arabia Saudí, Salman bin Abdelaziz, quienes deberían haber alertado de la gravedad y perjuicio que conlleva una iniciativa como esta.

En la memoria de los palestinos se hallan grabados a fuego trágicos episodios como la Nakba, la Guerra de los Seis días, la Naksa, varias intifadas con respuesta militar desproporcionada y, lo que es peor aún, el efecto permanente y rutinario de la ocupación israelí de sus territorios y el control de sus fronteras. Un panorama que mina la paciencia de un pueblo palestino completamente fragmentado que lleva sumergido en una crisis social, económica y política durante décadas, y sin recursos ni esperanzas para encontrar una solución política al conflicto con Israel, y como telón de fondo un Oriente Próximo incendiado y sumido en el caos.

La decisión del presidente Trump es la metáfora de la crónica de una muerte anunciada, por lo que se hace urgente un llamamiento a la rectificación y a la cordura, si no el mapa de Oriente Próximo seguirá tiñéndose de sangre y destrucción, y la paz en la región continuará siendo una quimera y una distopía.

Muhammad Escudero es Vicepresidente de Junta Islámica y Director del Departamento de certificación de Instituto Halal.
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