Terror sin adjetivos

El terror, que desgraciadamente tan frecuentemente aparece, debería ser terror sin adjetivos. Sin adjetivos interesados, puestos por unos u otros, que distorsionen el fondo del terror y del horror. Del mismo modo al terrorista debería llamársele sin adjetivos, porque el terror y el terrorista sirven al mismo fin: el totalitarismo. El afán de imponer ideas y prácticas a otro sin su permiso, el afán de hacer que el mundo sea nuestro sin que importe nada, el deseo de poder en estado puro.

Esta pequeña reflexión viene al hilo del cruel atentado terrorista de Italia, en el cual un joven italiano llamado Luca Traini hirió a seis personas disparándoles desde un coche por el hecho de tener un color de piel distinto. No es un loco, no es casual, es un totalitario. Sin embargo, sorprende el poco peso mediático que le han dado los medios y el poco interés por su ideología o por su pasado. Traini era un totalitario, que añoraba al cruel y asesino fascismo italiano y había participado como candidato en la Liga Norte, un partido de ultra-derecha italiano que promueve el independentismo contra el sur y la xenofobia contra el «otro». La policía se lo encontró arropado en una bandera de Italia haciendo el saludo fascista.

Sorprende, también, el trato de favor hacia él -pocos le han llamado terrorista- y la deshumanización hacia las víctimas: «negros» -dice uno de los medios consultados-, «extranjeros» -dice otro con bastante peso a nivel nacional. Hay medios nacionales que les ha importado bien poco y ni siquiera han hecho seguimiento de la situación. Es más, en algunos medios de América Latina se dice que «italiano enloquece y dispara contra extranjeros». Terrorífico panorama en el que nadie se aplica el carte del #jesuis… Y si las victimas hubiesen sido «blancos» y el agresor «musulmán»: ¿Nos imaginamos lo que hubiese pasado?

Este hecho, más allá de la etiología o de lo puramente criminalístico debería darnos una buena lección y debería propiciar una reflexión deontológica en la prensa. Permítannos el lector comenzar por la segunda. Hace falta una reflexión muy urgente sobre el lenguaje que utilizamos, sobre como articulamos nuestras ideas y cuáles son nuestros filtros para procesar el mundo. Los periodistas deben de aplicar el doble de estos filtros y ser capaces de ver que se esconde tras el hecho, como se construye y cuáles son sus lógicas más allá de referirse a colores de piel, religiones «extranjeras» o sensacionalismo. En suma, llamar a las cosas por su nombre. El odio siempre es odio y no enfermedad mental, el totalitarismo es totalitarismo y no simplemente un «ultra», y el terror es terror y no un simple hecho delictivo.

Esta reflexión es simplemente eso, una reflexión. Sabemos que es poco menos que imposible que llegue a los destinatarios, pero tenemos que alzar la voz, desde la pedagogía y la ciudadanía buscando una mejor convivencia y una mayor inclusividad. Y, la lección proviene de esta vía.

La lección, a diferencia de la reflexión, es mucho más pragmática: El totalitarismo es siempre el mismo. Da igual que porten una esvástica o lleven barbas largas y chilabas cortas, son los mismos. Gente intolerante incapaz de empatizar con los otros, con otra gente que vive en el mundo. Gente que odia la diversidad y un mundo lleno de luz y riqueza. Gente -que parafraseando a Hannah Arendt– no son capaces de ver que «mi identidad» depende de los «otros». Si somos sinceros, no hay ni grupos elegidos, ni superhombres ni gente especial. El trascender de todo esto es volver a una misericordia (raḥma) que mueve el mundo) y que debería ser la bandera del islam, no un pseudo-nacionalismo creado en el siglo XIX.

El trabajo de los musulmanes, a día de hoy, debería ser mucho más fino. Se debe pensar más en los seres humanos que en una comunidad -que en muchos casos es ficticia-, se debe elevar la maṣlaha (el bien común) a toda la humanidad por encima de razas, credos e ideologías. Solo así cumpliremos los objetivos de la ética islámica que nos marcó nuestro amado Profeta Muḥammad (saws).

La realidad es siempre mucho más compleja y nos obliga, necesariamente, a posicionarnos de manera firme. Y aunque los adjetivos facilitan nuestra comprensión de la realidad, de la misma forma, edulcoran la realidad. Para muchos es más fácil pensar que los terroristas que llevan barba, que son «extranjeros», que son «otros» lejanos en vez de ver que el terrorismo es el hijo predilecto del totalitarismo. El totalitarismo se enmascara con adjetivos para justificar sus posicionamientos, para ganar (falsas) empatías y sobre todo se aprovecha -de nuevo parafraseando a Hannah Arendt– de la incapacidad de discernir el bien profundo del mal profundo por personas totalmente normales. Nada justifica la violencia, nada justifica el terror.