Quisiera narrar una anécdota acontecida en uno de los viajes al Gorgol. Paseaba solitario entre las casas de adobe en Civé, un precioso pueblo apoyado sobre un meandro del río Senegal a donde acuden en tiempo de seca miles de camellos a beber cada día de su orilla, cuando me crucé con un hombre de un porte majestuoso, vestido con un Daraá verde adornado con bordados en amarillo sobre el pecho y la espalda. Se protegía del sol con un sombrero típico de esa zona, que guarda la misma forma que los techos de una choza africana, un cono confeccionado con paja y piel de cabrito teñida de azul índigo.
El daraá es la vestimenta del desierto, tan amplia en Mauritania que a veces llega a tener hasta diez largos de tela, de modo que extendiendo los brazos en cruz, los límites de la túnica que resulta llegan a cubrir las manos y forma un rectángulo hasta el suelo. Normalmente se remanga sobre los hombros y se recoge al andar en la cintura.
Saludé a este hombre con la formula «Assalamu Aleik» (La paz sea contigo). El exclamó. «¿EH?». En su asombro, traté de calmarlo y pronuncié «Alhamdulillah» (La Alabanza es para Allah). Y emitió un más potente y prolongado «¿Eh?». Entonces, para aproximarme aún más a su pensamiento levanté mi mano derecha, dejé erguido el dedo índice agrupando todos los demás bajo el pulgar, en un gesto que suele acompañar la afirmación de fe musulmana, pronunciando : «Assahadu ana la ilaha ila Allah, wa assahadu ana Muhamad Rasulullah». Esto significa: «Testifico que no hay más Dios que Allah y testifico que Mohamed es su Mensajero».
Este negro pular, elegante como un príncipe, me dijo en una mezcla de hassanía y pular: «Anta la tubab» (Tu no eres un blanco) y por tres veces selló su negación. Me cogió de la mano y me llevó a su casa para tomar los tres tés de Mauritania.
Fue él quien me confió una historia que trata de un famoso marabúh de la aldea de Tifundé llamado Assad el Amín (León el digno de confianza).
«Assad el Amín fue muy conocido en toda la Tierra de Chinguetti y desprendía tanta paz que no se recuerda un momento de tensión en su compañía. Nadie era capaz de alzar la voz en su presencia a pesar de ser quien administraba justicia en los litigios. Era un hombre de un corazón tan noble que cuando hablaba no sólo se prestaba atención a sus palabras, pues en el silencio, era cómo verdaderamente entraban sus sentencias en los corazones de quienes recurrían a él como juez. Y siempre se acataba su veredicto sin una mueca de desagrado por las partes. Decía que cuando la verdad toma forma, se alcanza el descanso».
«Llegó desde muy lejos, un día en que las tribus del río se habían federado en dos bandos dispuestas a la guerra. Assad el Amín caminaba de un modo extraordinario, pues al llegar a la pubertad decidió no darle la espalda a la Meca en ningún momento. Así que se adiestró a marchar incluso de espaldas si era necesario, sin tropezar».
«Apareció en el campo de batalla, elegido sobre una explanada de arena blanca entre dos inmensas dunas ocres en forma de media luna, llamadas «las gemelas». Estas aún existen no muy lejos de Civé. Cuando las fuerzas estaban a punto de batirse, Assad el Amín se situó en medio de los dos frentes, sólido como una roca. Como no se movía, los jefes enemigos se adelantaron en solitario para saber quién era aquel extranjero y quitarlo de allí. Pero cuando se acercaron, una extraña luz los envolvió y olvidaron las razones de la disputa fraticida. Assad el Amín les saludó y pidió un poco de agua».
«El desconcierto fue absoluto, pues la preocupación de los cabecillas de inmediato fue cumplir el deseo de aquel desconocido. Sin decir nada pasaron a las respectivas retaguardias y tomaron cada uno un odre con agua fresca, regresando al encuentro de Assad el Amín que permanecía estático, ante la mirada atónita de los guerreros. Ambos llegaron a la vez y cuenta la historia que el marabúh con sus manos hizo un cuenco, pero al verter el contenido de los pellejos, se convirtió en leche. Fue entonces cuando una pequeña nube desde el cielo los cobijó a los tres, dándoles sombra».
«Se sentó, Assad el Amín en el suelo y dio un sorbo diciendo «Bismillah» (En el nombre de Allah) y después de beber dijo «Alhamdulillah» ( la albanza es para Allah), así hasta tres veces».
«Les invitó a sentarse con él y refrescarse con aquella bebida. Les refirió que procedía de una tierra ardiente habitada por un pueblo de naturaleza belicosa e ignorante pero que tenían el don de doblegar la poesía. Entre ellos nació un Profeta que siendo iletrado recibió del no visto un Libro revelado con el discernimiento para vivir en paz. Sus compañeros memorizaban sus enseñanzas y las hicieron suyas en un modelo de sociedad que rápidamente se extendió a los pueblos vecinos. Era tal el respeto que mostraba el Mensajero por cada cosa creada, aunque fuera pequeña como un grano de arena, que jamás bebió ni comió de pie, reverenciando así al Creador por el agua y los alimentos que llegaban a él. Cuando les dijo esto, cayó su boca y a través del silencio penetró en las mentes para hacerles comprender que si ésta es la delicadeza al considerar lo inanimado, ¿Qué no se debe manifestar ante un ser humano que es la cima de la creación?».
«La nube que los protegía fue extendiéndose abarcando las dos facciones, y con su frescura, la unidad de un sentimiento de tregua, concordia y amistad. En el silencio, pronunció un solo corazón el discurso de equidad que establece la buena voluntad entre los hombres. Y cuando llegó la noche, Assad el Amín ya estaba reconocido por todos como una bendición. Así fue como inició el Islam su presencia en el río, el río Senegal».
Antes de despedirnos, este hombre de verde y amarillo, me explicó que Marabúh es una palabra que procede del árabe, de Ribah que significa Alianza, de modo que con la M delante el concepto de los sonidos se transforma en «aquel que puede establecer alianzas». En castellano tenemos la palabra almorabitum, los almorábides, uno de los dos movimientos de musulmanes que entrelazaban el Magreb con Andalucía en otros tiempos.
En España yo pensaba que los almorábides eran guerreros habitantes de fortalezas en el desierto, pero aquí en Mauritania he aprendido que son «aquellos que establecen alianzas».
Saliendo de su casa, este negro pular me preguntó : «¿Ismuka?» (¿Cuál es tu nombre?). Le dije: Luis. Después yo hice un movimiento con la mano derecha que es un ademán de interrogación en este país y me respondió: «¡Assad el Amín!». Sonrió, se dio media vuelta y desapareció por la diminuta puerta practicada en el muro de adobe y paja.