Aqida at-Tahawia (4): Nada hay salvo él

Presentamos la edición y traducción de la Aqida del Imam Tahawi realizada por Abderramán Mohamed Maanán y publicada en WebIslam.com durante 2013.

wa lâ shái-a yú‘ÿiçuh*

y nada lo incapacita…

Nada influye en Allah, nada lo condiciona, nada lo vence, nada hay por encima de Él que pueda imponerle algo. Nosotros somos incapaces ante Él, no podemos poseerlo, abarcarlo ni limitarlo, no podemos controlarlo ni concretarlo en nada, no podemos ni pensarlo. Él sí nos encierra, nos domina, nos rige, a nosotros y a todo lo que existe, porque Él es la Verdad Absoluta y el Ser Real, el de Poder Configurador, el de Saber Abarcador, el de Voluntad Reductora. Esta combinación que lo hace infinitamente remoto en su Esencia (su Dzât) y en su Secreto (su Ulûhía), y lo concibe a la vez como Señor inmediatamente presente, más cercano a nosotros que nosotros, es la expresión de su Plenitud (Kamâl). Nuestra existencia, sometida a ese Misterio, es el espacio en el que se realiza su capacidad infinita. Por ello es posible la designación de Allah por sus Cualidades y Actos, magnificados por su Verdad Inaccesible y no reducidos a nuestro entendimiento limitante.

Esta conjunción de Profundidad y Presencia es su Poder Determinante (Qudra). El Corán dice: “Allah tiene Poder sobre todas las cosas”, “Allah es Determinante de todas las cosas”, “Nada se opone a Allah ni en los cielos ni en la tierra. Él es el Absolutamente Sabio y Poderoso”, “Su Trono engloba los cielos y la tierra, y no le pesa preservarlos. Él es el Elevado, el Inmenso”. Su Poder es su Verdad Absoluta en una acción creadora de la que derivamos y en la que estamos integrados.

Ésta es la interrelación en la que queda completado el círculo de la existencia y todo queda conjugado en el Uno-Único: su Rubûbía (el Señorío) y nuestra ‘Ubûdía (la subordinación). Él nos ha creado y estamos sujetos a Él, en toda la Grandeza de la Verdad, en cada instante. Nada se le impone y Él se impone a todo, ninguna voluntad lo doblega, nada escapa a su Presencia, y su Querer lo somete todo. La contundencia de su Poder configura cada realidad, cada instante, cada fenómeno, pero nada llega a Él, nada lo roza, nada lo aprisiona, nada lo condiciona, nada coarta su Libertad Absoluta.

wa lâ ilâha gáiruh*

y no hay ilâh, salvo Él…

Esto resume lo anterior y es el resultado del proceso desidolatrizador. El término ilâhdesigna lo singular, lo impensable, lo poderoso, lo eficaz, lo caracterizado por la Ulûhía (el Misterio insondable de la Libertad Absoluta)… pues bien, no hay más ilâh que Allah (lâ ilâha illâ llâh): ésta es la puerta del Islam. Con este reconocimiento (shahâda) empieza la auténtica rendición del ser humano ante su Señor.

Toda la realidad, todo lo que vemos, oímos, imaginamos o podemos representarnos de un modo u otro, todo ello carece de esas cualidades infinitas de las que se ha hablado desde el principio, y por tanto no son la Incógnita Absoluta que está en todos los orígenes, sostiene cada realidad, la gobierna y la reconduce hacia Sí con la muerte.

Nada es Allah. Cuando el hombre se rinde o se somete a cualquier ídolo, a cualquier dios que invente, cuando acepta como su señor a un semejante o a una circunstancia, cuando se doblega o sobrecoge ante un concepto o un deseo, se está rindiendo a lo que no es Allah, a lo que no tiene las cualidades vertebradoras de nuestra existencia, y se está confundiendo de orientación. Nuestras envidias, recelos, rencillas, nuestra avaricia y cobardía, todo ello viene de nuestra cortedad ante Allah: somos incapaces de imaginárnoslo. Si lo hiciéramos, todos nuestros fantasmas se desvanecerían necesariamente y pasaríamos a confiar en la Verdad que rige cada instante y seríamos relanzados por espacios abiertos. El germen de toda mediocridad y vileza es la idolatría.

El hombre diviniza todo lo que le apabulla. Por ello ha convertido en mitos y dioses a reyes, a profetas, a santos y a ángeles, a fenómenos de la naturaleza, a demonios que le obsesionan, a circunstancias que lo quiebran, a esperanzas con las que sueña, a ilusiones que lo confunden, a ambiciones que le atormentan,… y se someta a todo lo que cree que tiene poder o influencia. El Islam está en contra de todo eso: “Sólo hay fuerza y poder en Allah”.

El hombre inventa áliha (plural de ilâh), es decir, sustitutos de la Verdad y en los que imagina que está contenido lo incontenible. Se trata de intentos de abarcar lo que en esencia es huidizo, esa intuición primordial que presiente en su corazón. Es el afán por controlar aplicado a lo trascendente. El hombre intenta atrapar el Poder. El Islam ataca esa inclinación del ser humano para enfrentarlo con la desnudez del ilâh Verdadero, de la Realidad que es verdaderamente apabullante porque es la que articula la realidad y no es reducible ni concebible más que en la anulación de los dioses, ya sean ídolos o conceptos abstractos, ya sean materiales o espirituales, ya sean terrores o aspiraciones, ya sean burdos o idealizados. Ante Allah sólo cabe el Islâm, la rendición, la taqwà, el auténtico sobrecogimiento, y el Ijlâs, la sinceridad pura, la intención liberada de mediocridades.

La expresión lâ ilâha illâ llâh, no hay más ilâh que Allah, es perfecta y lo resume todo. Quiere decir que no hay ilâh (algo verdadero, poderoso, eficaz) más que Allah, el Uno-Único, el Irrepresentable. La primera parte de la frase es una negación (nafy) que nos invita al Tançîh, a deshacernos de nuestros dioses, a dejar atrás el intento de dar configuración a eso que está en la raíz de todo, de cada criatura y de cada acontecimiento. Una vez culminado ese proceso antiidolátrico estamos en condiciones para asomarnos al Infinito.

Por ello, la segunda parte de la frase es una afirmación (izbât): “…más que Allah”, … sólo Él,… y que nos envuelve en la Grandeza de una Verdad cuya magnitud no podemos calibrar ni limitar y por ello nos envuelve, se apodera de nosotros y nos engulle. En esa Inmensidad que sigue a la desidolatrización, descubrimos, fascinados y penetrados por la Verdad, lo que quiere decir el Nombre Allah. Mientras tanto, por mucho que queramos, por intensos que sean nuestros esfuerzos y profundas nuestras reflexiones, no lograremos vislumbrar lo que significa el Ser Absoluto. Es necesaria, por tanto, una purificación: no se accede de otro modo a Allah. Al igual que los recogimientos del musulmán ante su Señor van precedidos de abluciones, acercarse a la Verdad de Allah exige de un ejercicio previo, requiere un profundo acto demoledor de todo aquello con lo que queremos determinarlo, incluso inconscientemente. Sólo así estamos habilitados para entrar en su espacio privado (su Harâm) sin contaminarlo con nuestros prejuicios.

Por todo ello, la frase lâ ilâha illâ llâh es perfecta. Afirmar simplemente la Unidad de Allah es insuficiente. La afirmación de Allah debe ser el resultado de una peregrinación en la que se van dejando atrás las trabas que nos impiden realmente entender lo que es esa dimensión irrepresentable: “No hay ilâh, sólo Allah”. Sólo tras la primera operación se conoce a Allah y sólo entonces se le certifica porque ante el musulmán su Señor pasa a englobarlo todo, a penetrar en todo, a manifestarse en todo, siendo lo verdaderamente irrefutable, tal como dijo el Profeta (s.a.s.) -repitiendo la estructura de la frase que hemos analizado (la shahâda)-: “No des testimonio más que de lo que tiene la claridad del sol”, y Allah es, en realidad, lo que tiene un resplandor superior al del sol cuando son apartadas las nubes. Allah brilla en el cielo despejado de su siervo.