A menudo se nos olvida que las lógicas del existir son más fuertes que las minucias que nos configuran. La antropología nos enseña que cada persona es única e irrepetible, pero que esa unicidad puede transformarse en una riqueza aún mayor si interactuamos con el otro. Para aquellos que somos creyentes, es Allāh t‘ala quien determina nuestra existencia, nuestros eventos principales y propicia, desde nuestra libertad personal, nuestro camino hacia el jardín.

La sociedad articula y construye, en muchos casos, esa libertad personal. Nos introduce hábitos o modas y determina como vivir en sociedad. Porque una sociedad es un espacio muy complejo, difuso y en el que hay un esfuerzo continuo por coexistir. Lleno de dulzura y amargor.

Decía el gran filósofo judío Martin Buber: “El verdadero significado de amar al prójimo no es satisfacer el mandato de dios, sino que a través de esta acción encontramos a dios”. Esta frase está dicha en un contexto de vacíos existenciales, de aparente triunfo del positivismo y la ciencia y de sombra totalitaria. Buber como buen creyente —miembro de la gente del libro— supo que más allá de la retórica filosófica: «el otro» era algo real. El ser humano es real y a partir de ahí tenemos que empezar a encajar en la sociedad.

Por eso, da un poco de miedo que nuestra sociedad se esté fragmentando en retóricas absurdas que quieren realzar la particularidad sobre una universalidad que nos merecemos invocando peligrosos discursos cargados de odio y violencia. Gente joven y minorías —auspiciados por agendas oscuras— construyen discursos apocalípticos y ciertamente démodé basados en la ruptura de la convivencia entre todos. Uno de estos discursos que cala en las minorías es el de un pretendido “racismo de estado” (sic), que a la vez no duda en discriminar a otros por el hecho de carecer de tal o cual marcador identitario. La víctima se convierte en un verdugo contra la sociedad realimentando el ciclo de la violencia. Dice el Profeta (saws) —tomando palabras de Allāh— en un hadith sahih narrado por Muslim: «Ciertamente yo he hecho la opresión ilícita para mí y mis siervos, así que no cometáis opresión» (Ṣaḥīḥ Muslim, 45:73).

La opresión no solo la ejerce «uno histórico» contra «otro histórico», la opresión se ejerce cuando no dejamos que el otro se exprese, cuando le atacamos o cuando queremos dejar de hablarle por ser “blanco” o “converso”, olvidando la riqueza y la pluralidad de lo humano, un mandato que para los musulmanes es algo divino. Y como todos podemos ser poseídos por este sentimiento, la tradición profética nos exhorta a hacer tauba (volver conscientemente a Allāh) tantas veces nos sea posible (Ṣaḥīḥ Muslim, 50:10, 19, 33).

El complejo de víctima es uno de los problemas más graves de nuestro tiempo. Es el que nos evita avanzar en la sociedad porque fomenta nuestro nafs (ego) y nos hace perder la noción de la comunidad. El falso victimismo, amparado en lo intelectual, solo se puede curar con la tradición. La tradición que hace que el maestro rompa los llantos y los transforme en conocimiento —en nuestro caso— a través del dhikr (recuerdo de Allah). Un conocimiento que después podemos implementar en nuestra vida cotidiana para ir mucho más allá. Para vivir en plenitud con todo lo demás.

Por eso es muy curioso que aquellos que dentro del movimiento del “racismo de estado” no usen la tradición y sus maestros, sino que se amparen en el marxismo y el post-marxismo cuyo discurso es puro revanchismo político. Esto es algo que está realmente alejado de la tradición espiritual islámica, en el caso de aquellos que somos musulmanes. Hay una crítica parcial desde el materialismo, desde lo tangible o lo folklorico pero ignorando que hay algo más allá, una dimensión espiritual. Y, de hecho, sus discursos carecen de fuerza porque desconocen estrategias regionales y particulares que podrían derrumbar sus tesis. En este caso la periferia islámica (desde Zanzibar hasta el Bronx) tendrían mucho que enseñarnos.

En el caso de nuestra comunidad, la islamo-española, podíamos hablar mucho de la complejidad en la que vivimos. No es sencillo vivir siendo musulmanes en España, somos minoría y nos queda mucho por hacer. Pero, a la vez y siendo sinceros, no podemos decir que somos víctimas. Los musulmanes españoles nos hemos visto a nosotros mismos, durante muchos años, como extraños ante las dinámicas de nuestra sociedad. Más allá de una supuesta racialización, los musulmanes españoles somos habitantes de nuestra sociedad y debemos revindicar nuestros derechos, pero también ejercer nuestros deberes. No nos podemos contentar con ser habitantes de segunda o segregarnos voluntariamente olvidando nuestra responsabilidad para con toda nuestra sociedad. La universalidad de lo humano es una obligación en tiempos de olvido (gafla).

El cumplimento de los deberes son esenciales para ser ciudadanos plenos. Deberes son, por ejemplo, ser ciudadanos las veinticuatro horas del día y amalgamar nuestra cosmovisión religiosa con el ser provechosos para la sociedad en la que vivimos. Trabajar en el ámbito público por políticas igualitarias, negociar en despachos o recurrir a los mecanismos que el estado de derecho nos da para ejercer nuestra ciudadanía. Todo sin olvidar quienes somos y que en nuestro islam diario está el ser provechosos para nuestra sociedad. Así no seremos víctimas, abriremos nuevos caminos.

El empoderamiento pasa por comprender que vamos mucho más allá, que el victimismo es un lastre y que solo quien se esfuerza consigue caminar. En nuestro caso ese camino es doble: Por una parte, la responsabilidad coránica de una sociedad mejor («Colaborad en fomentar la virtud y la consciencia de Dios, y no colaboréis en fomentar la maldad y la enemistad…» Corán, 5: 2); por otra nuestro camino espiritual personal para llegar con plenitud al jardín eterno donde reposaremos eternamente.

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