La cabeza del cordero es una breve composición incluida por su autor dentro de un volumen al que da título y que se publicó en Buenos Aires el año 1949, aunque no se pudo editar en España hasta mucho más tarde. En un somero resumen diremos que relata la visita hecha por un empresario a la ciudad de Fez (Marruecos), donde pretende ampliar su negocio. Allí se reune con unos pretendidos parientes, descendientes de moriscos españoles, que le asaltan a preguntas acerca de los distintos miembros de la familia a la que dicen pertenecer. Le invitan a una cena en la que se sirve un cordero sobre una bandeja en cuyo centro reposa, abierta por la mitad, la cabeza del animal. Más tarde, de noche y a solas, el insomnio se apodera de él así como una angustiosa remembranza de su comportamiento durante la pasada guerra civil. Acaba culpando de su estado a la indigestión que le provoca la cena y al absurdo de aquella reunión supuestamente familiar. Un vómito y el descanso parecen ahuyentar los fantasmas.
Todos llevamos dentro la cabeza del cordero. Cada cual arrastra consigo la historia de una ignominia, la historia de una traición. Quizás tan sólo una, dramática, definitiva, que relega a un segundo plano otras posibles de menor entidad, con más probabilidad un conglomerado entretejido de pequeñas negaciones, renuncios, ocultaciones, desidias e inconfesables deseos. Laboriosamente, a lo largo de ese devenir en que consiste nuestra existencia vamos juntando gestos mezquinos, inmolando como manso cordero la dignidad que nos debemos a nosotros mismos. Y como la vida sigue, es imposible dejarla en suspenso, aprendemos a convivir con la cabeza de la bestia en nuestro interior, construyendo, para protegernos, una complicada red de racionalizaciones, de equívocos razonamientos, lanzamos densas cortinas de humo, extendemos velos, nos arropamos con la misericordiosa capa del olvido. Mas ¡ay! a veces, respondiendo a sutiles mecanismos que no podemos controlar, hace acto de presencia, nos abruma con su intolerable presencia, nos hace revivir la dificultad de respiración, los instantes de angustia y desazón. Porque la memoria, compleja facultad que proporciona el ingrediente secreto que adereza cuanto es humano, guarda celosamente una franja de misterio, resortes íntimos que se activan según mecanismos que le son propios y en virtud de ellos nos asalta de improviso, poniendo ante nosotros un espejo en el que se refleja nuestra imagen en forma de cabeza de cordero, animal de resonancias bíblicas cuyo sacrificio han ofrecido siempre los hombres temerosos de Dios, como expresión de su acatamiento a lo que les estaba decretado. Pero en esta ronda de la memoria se ha escamoteado el cuerpo, se ha desvirtuado la ofrenda y regresa, sola, la cabeza, con un regusto amargo, exponiendo de manera obscena los últimos rincones de nuestra intimidad, que deja, por este mismo acto, de serlo y se muestra en público, aunque sea tan sólo ante nuestra conciencia que, cumpliendo funciones de alter ego, considera los hechos y los sanciona. No hay castigo. No es necesario. Basta con que esté ahí, como maldito malsín, delatándonos las miserias, grandes y menudas, viejas y nuevas, con mirada vacua e implacable.
Acerca de la memoria se saben muchas cosas, los estudiosos afinan cada vez más la penetración de su conocimiento respecto de ella, sin embargo, sigue en pie la cuestión de sus imprevibles relaciones con nuestros sentimientos y emociones, el porqué un objeto o una palabra quedan adheridos a nuestra mente, desencadenando en el momento menos pensado una sucesión de contenidos significativos que invaden el presente y lo determinan (en verdad pensamos que quizás nunca llegue a desentrañarse por completo este enigma). Lo que bien saben los censores, internos y externos, es que el peligro acecha, que el recuerdo puede sobrevenir en cualquier momento perturbando el ambiente y así se afanan por prohibir esto y aquello, en su intento por destruir todas las conexiones, de tal modo que el asunto en cuestión quede aislado y, en consecuencia, inactivo. Nada mejor para reducir algo a la nada. A pesar de su celo, los censores se ven burlados en muchas ocasiones, unas veces porque nosotros mismos nos ponemos en evidencia, otras veces porque a sus empeños por difuminar las huellas, sea para hacerlas desaparecer sea para colocarlas en un terreno ambiguo que permita su utilización en el engrosamiento de la leyenda, oponen los exiliados un esfuerzo constante por preservar la memoria histórica, de tal modo que cada pequeña memoria individual abandona sus restricciones y adquiere otra dimensión al pasar a formar parte de ese cuerpo colectivo, al que nutre y del que se nutre, mientras enriquece nuestras señas de identidad; enriquece o carga con responsabilidades ineludibles y al conjuro acuden la Guerra Civil y, como trasfondo, aquella otra guerra civil que se dio en en llamar Reconquista y cuyo colofón fue la expulsión de los moriscos, que hubieron de exiliarse tras el Estrecho. Un mar se interpone siempre entre los exiliados y el país del que se ven obligados a partir. Un mar de desamor e iniquidad que ellos se esfuerzan por vadear continuamente manteniendo vivo el recuerdo y la conciencia de pertenencia.
En el relato, el protagonista, narrador de los hechos, huye, deja atrás una noche de pesadilla y se cree a salvo. Cuando ve la verdad que se despliega frente a él, no la acepta, la niega y considera que su razón está ofuscada, cuando es bien al contrario. Y con este elemental mecanisco defensivo, con la simple negación, se cierra la puerta que da paso a la renovación: la catarsis. Ignora que todos los sabios que en el mundo han sido han confirmado repetidamente que el bien que hacemos así como el mal revierte en algún momento sobre nosotros, vuelve a engrosar nuestros haberes personales sin posibilidad de escapatoria. No proponemos pasar la vida aplastados bajo el peso de culpas y responsabilidades, puesto que creemos en la capacidad de recuperación, en la posibilidad de cambio que viene de la mano de una toma de conciencia del estado de cosas que nos afectan. Bien cierto es que nunca habremos de recuperar aquella prístina condición de inocentes y que un deje de amargura puede quedar adherido en el fondo de nuestra alma, sin embargo, es posible que nuestra compasión ante las mezquindades y trampas de los humanos se incremente y aumente también el sentido del humor para encajar los golpes que nos sobrevienen, dejando que nos embargue la alegría de vivir que proporcionan las cosas sencillas. No nos parece suficiente la oferta de pan y circo que nos hace el imperio, buscamos una asunción lúcida, invocamos un esfuerzo sostenido por mantener conciencia cabal sobre el espectro básico de la realidad, una comprensión que nos permita aproximarnos cada día un poquito más a la sabiduría. Y a socorrernos en este propósito concurren muchos autores que han tomado sobre sus hombros esta tarea de desvelamiento y clarificación.
Francisco Ayala, con la fuerza expresiva de su arte, lo dice de modo insuperable: «Nos ha tocado a nosotros sondar el fondo de lo humano y contemplar los abismos de lo inhumano, desprendernos así de engaños, de falacias ideológicas, purgar el corazón, limpiar los ojos, y mirar al mundo, con una mirada que, si no expulsa y suprime todos los habituales prestigios del mal, los pone al descubierto y, de ese modo sutil, con sólo su simple verdad, los aniquila.»
Francisco Ayala, casi setenta años de trabajo, nos ha proporcionado hasta ahora una obra ingente a la que ha sabido dotar de juicio impecable, junto a exquisitos toques de ternura y humor para mejor cumplir con el lema favorito de la literatura, o sea deleitar instruyendo o instruir deleitando.
Este texto fue publicado originalmente en 1996 en VerIslam, 1