La Fuente

Es difícil pasar sin detenerse ante un brote de agua del camino; en el campo o en la ciudad, en los pueblos o en los senderos el agua que mana atrae como un imán. Aunque sea monumental, la fuente en medio de la plaza, desde lo alto de su pedestal ayuda a clarear la mente del sufrido ciudadano a través de los ojos y –si el tráfico no es infernal– en su proximidad aún puede escucharse el murmullo que alivia y satisface, brindando además la promesa de otras fuentes, otros caños de bronce que salen de la piedra gris y ofrecen agua fresca para calmar la sed y el calor ¡qué deliciosa sensación la de la mano húmeda en la nuca, en las sienes!, un gesto sencillo y supremo al alcance de todos, un lujo que se puede repetir porque el agua no cesa de brotar.

Hay fuentes de muchas clases: ornamentales, refrescantes en los jardines, utilitarias en las esquinas de los barrios, para beber en los patios y en los parques, hay fuentes hasta en los pasillos de los hospitales y en las pastelerías. Siempre refrescan y limpian.

Pero algunas fuentes alegran más, mucho más. Como ese manantial que se hace nacimiento de un río y decide el destino de un pueblo mientras nutre pinares, robledales y, más abajo, olivos, viñedos y naranjales. Su sonido es entonces como la música primordial de los primeros asentamientos, potente y monocorde. Su canto tiene la misma cualidad que esas nanas que animan al niño a seguir despierto, relajado y disfrutando. El parloteo del ruiseñor, la abubilla y el mirlo le hacen la competencia.

O como las fuentes colocadas a la entrada de las mezquitas, pensadas para purificarse.

O como esos finos surtidores que miran al cielo y dejan caer el agua produciendo contento, porque recrean el júbilo y la esperanza de la lluvia cubriendo la tierra.

Y no olvidemos las medicinales con sus aguas sulfurosas o ferruginosas.

Mas ninguna calma como el pilar que se vislumbra desde un banco entre la yedra que cerca un jardín recoleto; su canto es la melopea del recitador de cuentos que encandila desde su rincón el corazón abierto de sus oyentes, tocando su fibra íntima, acariciando sus insospechadas ilusiones, alimentando las dulces ensoñaciones de las siestas veraniegas.

Sin embargo, aún hay otra fuente, la más hermosa, esa pequeña oquedad abrupta en la ladera del monte, con madroños encima y culantrillos a los pies, cuya armonía queda renueva el alma hasta lo hondo, cuyo sonido grave se suma al pálpito universal musitando paz, paz.

Publicado originalmente en 1995, en VerdeIslam 0

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