Desde luego el mayor artífice del antirracismo contemporáneo, el antropólogo Claude Lévi-Strauss, no estaba satisfecho con la recepción que ante el público de la UNESCO -esa sociedad internacional de lo políticamente correcto en materia de racismo desde su misma fundación en 1945-, habían tenido sus textos de 1952, “Raza e Historia”, y de 1971, “Raza y Cultura”. Creía que la complejidad, irresoluble por el momento, del problema de la raza, que tantos episodios dramáticos había dado en la segunda guerra mundial, y de las polémicas a que estaba asociada no se podía solucionar con el buenismo pedagógico, predicando simplemente la bondad de la convivencia. La realidad seguía siendo racial, como mostraban incluso las prácticas cotidianas de los funcionarios de la UNESCO, una pequeña sociedad pluricultural frecuentemente malavenida en la convivialidad cotidiana, como mostraron algunas encuestas internas.
Por supuesto, las versiones más vulgares del racismo, las más evidentes e hirientes, de la raciología biológica, las que se fundamentaban en externalidades como el color de la piel o el tamaño y forma del cerebro, se habían desacreditado prontamente, en Francia en particular, ya desde mitad del siglo XIX. Pero persistía un racismo soterrado, que no era otro que el racismo “cultural”, que jerarquizaba a los pueblos en función de su cercanía con la civilización o la barbarie. Este sería, a los ojos de hoy día, el “verdadero” y persistente racismo, aquel que se invisibiliza para ser más operativo y eficaz. El más difícil de detectar y de combatir, por ende.
Estuve en la primera manifestación de la organización antirracista Sos Racisme, en Francia el 15 de junio de 1985, y aún conservo en las baldas de mi biblioteca la chapa que se repartía que portaba la leyenda “Vivre ensemble avec notres différences” (Vivir juntos con nuestras diferencias). El rechazo al racismo de fundamentos biológicos seguía muy presente, y era un factor de movilización social potente, que aprovechaba el socialismo mitterandista de aquel tiempo para ofrecer la imagen de una Francia comprometida con la igualdad radical de los ciudadanos de la República, faro de la Humanidad.
Evidentemente en aquella época aún no había estallado en Francia el escándalo de la “fractural colonial”, aquella que puso en evidencia en los años dos mil, la existencia de una política racista realizada por la propia República, en Argelia en especial, pero en general en todas las colonias, en nombre de la Francia republicana. Los acontecimientos de 1961, que fueron llamados por el periodista Jean-Luc Einaudi la “batalla de París”, fueron exhumados de su clandestinidad en el 2011, sacando a la luz el comportamiento criminal de la gendarmería francesa para con los argelinos, que tras una manifestación en apoyo del FLN argelino, fueron capturados en el metro parisino para luego ser asesinados ahogándolos en el Sena. Las víctimas de la “ratonnade” superaron el centenar, siendo enterrados en nocturnidad en tumbas anónimas. Esto ocurría en la Francia democrática, y frente a la isla de la Cité. Hoy día una placa, colocada en el lugar de los hechos con motivo de su cincuentenario, lo recuerda.
La fractura colonial trajo consigo una serie de escritos por parte de un grupo de historiadores militantes que extendieron la problemática a conceptos tales como el de “zoos humanos”. Este último concepto respondería a la problemática suscitada por el “descubrimiento” de la existencia de pequeños poblados exóticos construidos en pleno París, en la exposición colonial de 1931, que amenizaban en una suerte de diorama vivo, recreando su supuesta vida exótica, “indígenas” traídos de las colonias, a los cuales les estaba prácticamente prohibido deambular fuera de sus “jaulas”. Se trataba del efecto más perverso del exotismo francés, que los empleaba para diversión de la pequeño burguesía, ávida de experiencias aventurerísticas sin salir del confort de la vida burguesa. Los surrealistas, apoyados por los comunistas, se sublevaron contra esta manera de ver las cosas con una exposición alternativa, que no alcanzó el éxito de la colonial, pero no dejó de ser un acto de posicionamiento moral y político de trascendencia.
En paralelo a la “batalla de París”, Jean Paul Sartre facilitaría y prologaría la edición francesa de Damnés de la terre (1961) de Frantz Fanon. El autor, un psiquiatra martiniqués, negro y no creyente, destinado a Argelia, escandalizado por los efectos psíquicos de la violencia en los colonizados, que él corroborada con su experiencia en el hospital argelino de Blida, proponía el ejercicio de la violencia física –e incluso del terrorismo- como una vía de liberación simbólica de los oprimidos contra regímenes colonial-racistas como el argelino. La obra tuvo gran impacto no sólo en Argelia, sino sobre todo en las guerrillas latinoamericanas de la época.
Desde muy temprano tiempo fui partidario de la “descolonización del imaginario”, cuando en España esa problemática ni siquiera se insinuaba. No debemos olvidar que en el año 1989 publiqué El exotismo en las vanguardias artístico-literarias, obra en la que ya hacía un análisis en clave crítica del exotismo colonial-, y poco más tarde, cuatro años después, La extraña seducción. Variaciones sobre el imaginario exótico de Occidente. Completé los argumentos en 2006 en La fábrica de los estereotipos, y en 2011 en Racismo elegante. Creía que esta fase de la descolonización, que completaba las descolonizaciones políticas de medio siglo antes, se debía circunscribir a un trabajo intelectual de zapa, crítico en el universo multiforme de los estereotipos. La radicalidad del argumentario fanoniano estaba encima de mi mesa pero desprovisto de la violencia física generada por la cruel guerra argelina. Como luego pude comprobar en conversaciones con gentes que conocieron a Fanon, en éste había anidado una amargura existencial que a mí maldita la gracia que me hacía. Prefería el pesimismo ontológico del también argelino Albert Camus, autor de El hombre rebelde.
Hice una intención de diálogo con los historiadores de la “fractura colonial”. Y con ocasión de un salón del libro magrebí que se celebraba en París, en el antiguo Palacio de las Colonias –ornamentado con frescos que exaltan el colonialismo más puro, y que hoy en una suerte de paradoja in terminis acoge la “Cité de l’Immigration”-, me acerqué a saludar a uno de los historiadores de la “fractura colonial” y los “zoos humanos”. El encuentro no fue muy agradable. Confieso que había algo de sulfuroso alrededor de su persona, siempre en estado defensivo, e incluso yo diría, si me fuerzan, que algo arrogante. Vamos, si siguiese a Adorno, le llamaría “personalidad autoritaria”. No había nada sobre qué dialogar. Me marché desolado.
Desde luego, existen antecedentes del empleo de la idea de raza en un sentido opuesto al peyorativo, y por ende negativo, que le conferimos, como sinónimo de la peor de las segregaciones modernas. La “raza” en América Latina ha venido a significar en medios criollos la idea de orgullo patrio; justo lo contrario que en España, cuyo significado ha perdido sentido como expresión del hispanoamericanismo. En medios amerindios incluso se ha asimilado a orgullo étnico, opuesto a lo occidental. En similar sentido, uno de los primeros sociólogos negros, William E.B. Du Bois, a principios del siglo XX, vindicaba el “alma negra”, suerte de raza cultural, precisamente para oponerse al racismo esclavista.
La positividad de la raza, entendida como orgullo de la pertenencia a la comunidad afroamericana, humillada por la esclavitud de siglos, enraizó en la Norteamérica del “Black Power”, sobre todo en Malcom X. En África, en paralelo, se asentaba el “afrocentrismo” a través de movimientos puramente xenófobos como los Mau Mau de Centroáfrica que combatieendo contra el colonialismo franco-belga, no dejaban siquiera auxiliar por nadie que no fuese un “hermano”, es decir alguien de color. No podemos olvidar, en este punto, que el antropólogo e ideólogo nazi Leo Frobenius, consideraba que el origen civilizatorio estaba en África negra, y que discípulo intelectual suyo fue el poeta y político Léopold Sédar Senghor, autor del movimiento moderado de la Négritude. Con la enumeración de estos casos queremos poder de relieve como la paradoja se ha incrustado en el debate sobre el tema racial, dejándonos un sabor agridulce.
Más aún, debemos tener presentes varios y relevantes episodios, que fueron escorados u ocultados en el relato antirracista, que conciernen a pueblos colonizados. Véanse, verbigracia, los racismos de los khmer rojos hacia los thai y otros grupos en la Camboya de los ochenta, de los hutus hacia los tutsis en la Ruanda de los noventa, o el más reciente de los birmanos contra los rohingyas. En el orden del discurso, en la narración nacionalista anticolonial marroquí se han eliminado, por ejemplo, aquellos episodios, como las jornadas sangrientas de abril de 1912 en Fez, en las cuales un movimiento popular de naturaleza xenófoba asaltó el barrio judío, provocando con ensañamiento cruel numerosas víctimas inocentes. Por no hablar, sencillamente del sistema de castas indias, que responde a una pulsión jerárquica racial, de difícil encaje con la democracia de la India contemporánea, y que provocó no pocos quebraderos de cabeza al propio Gandhi.
No cabe, pues, desplazar la culpa, como hace la recién llegada corriente “decolonial” –un neologismo innecesario puesto que existe “descolonial” en castellano-, radicalizando algunos argumentos de los Postcolonial Studies previos hasta convertirlos en puras consignas. Según sus ideólogos se pone el acento de la culpa siempre en el mismo punto: en Europa. Este continente, que ha sufrido en sus propias carnes las consecuencias del racismo en forma de fanatismo religioso y nacionalismos territoriales, quedó de esta manera estigmatizado para siempre. Se obliteran las aportaciones a la civilidad y a la convivencia de la cultura europea, y se obtiene de esta forma un objetivo fácil a batir, sin penetrar en los arcanos y complejidades de la investigación histórica. Se renuncia, pues, a la ciencia, y se tira por el atajo político.
La corriente “decolonial”, auspiciada desde centros académicos muy poderosos, sobre todo norteamericanos, anda promoviendo un antirracismo neorracista, con el acento en la identidad cultural y/o étnica, en los medios europeos, y más en particular españoles. Han acuñado una palabra de grueso calado que es “epistemicidio”, que inicialmente sería la acumulación de capital intelectual por parte de Occidente, con la eliminación de otras formas de pensamiento o su marginación, y que finalmente ha derivado a un cliché donde todo aquello que se opone a los alternativo –incluido el crédito que se le da de nuevo a la New Age espiritualista y hasta esotérica- acaba por ser blanco, militarista, racista y sexista.
De resultas del programa “decolonizador”, los únicos “propietarios del problema” lo sería por nacimiento y herencia del sufrimiento, sin dar cabida a otras migraciones volitivas de la identidad. Para entendernos: un musulmán auténtico siempre sería un magrebí, y nunca podría serlo un europeo. Una suerte de neorracismo se detecta tras estos presupuestos. Evidentemente, nada que ver con la epistemología, concebida como tarea intelectual para despejar obstáculos intelectuales y conceptuales del conocimiento. Así lo concebía Gaston Bachelard, de quien lo tomaron Michel Foucault y Pierre Bourdieu, entre otros ontólogos del poder. Lectura ajustada del concepto de episteme, vinculada a Bachelard, que, creo, tiene más que ver con obras como El orientalismo desde el Sur, que yo mismo dirigí e inspiré, en 2006, siguiendo los criterios de la “descolonización del imaginario”, y que poco o nada tiene en común con el programa político de la “decolonización”.
Volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿qué es el racismo?: despejar las incógnitas epistemológicas en torno al concepto, y la problemática social asociada, sigue siendo una tarea compleja y llena de falsos atajos y adarves, como detectó Lévi-Strauss. Lo único que podemos afirmar a ciencia cierta es que el racismo es una pulsión jerárquica que emplea elementos diferenciales, sean físicos o culturales, para organizar real e imaginariamente la sociedad de manera excluyente. Empero, el racismo, como muestran casos como el de la sociedad de castas, puede tener carácter ascendente o descendente.
Los movimientos xenófobos no son unidireccionales ni proceden sólo del poder político epocal. También, pueden servir para organizar de manera cerrada y xenófobamente los movimientos de resistencia. En consecuencia, los movimientos pretendidamente igualitaristas, paradójicamente, pueden verse afectados por la misma patología que combaten, empoderándose de la raza, o su versión culturalista la “etnia”, para llevar a cabo prácticas políticas equívocas cuanto menos, e incluso, por qué no decirlo, neorracistas.