Hemos olvidado la justa medida en nuestra vida cotidiana, los últimos hechos a nivel mundial dan que pensar. Violaciones de los derechos humanos, guerras, violencias contra los débiles y podríamos seguir así hasta cansarnos. En estos últimos diez años ha habido una polarización y un retroceso en las libertades, de igual forma hay, cada vez más, un desprecio por la diversidad y un retorno de lo identitario. Pareciese como si lo más importante fuese yo y, si acaso, luego van los míos.

Un síntoma de un individualismo ampliado que se entrelaza con ideologías que desprecian profundamente el humanismo. Poco importa ya el ser humano y su dignidad, un asunto que parece pasado de moda. Si miramos la historia siempre ha existido esto, pero creíamos que después del siglo XX tendríamos otra clase de conciencia.

Desde luego en una comunidad como la nuestra, la islámica, sostenida por el ejemplo profético de la justa medida no debería darse o, al menos, no manifestarse con tanta fuerza. Pero como en toda la sociedad actual hemos olvidado la mesura para vivir en ese punto medio. El islam sirve como justificación obviando su rol de justa medida, de término medio necesario y de respeto a las personas más allá de etiquetas. Si ese es el camino olvidamos cual es el objetivo principal de nuestro din: pacificarnos en Allah.

Esta introducción, un tanto agorera sirve de preludio para una reflexión compleja, dolorosa y necesaria sobre dos hechos actuales que deshumanizan a las mujeres musulmanas a lo largo del mundo. Hace unos días nos despertábamos con la noticia del asesinato de Mahsa Amini en Irán, una joven que fue golpeada hasta la muerte por la policía moral iraní por “no llevar el hijab bien puesto”. Un asesinato que demuestra la peor cara de un régimen que falsamente se llama a sí mismo “islámico”, pero que está muy lejos de los valores que manifiesta la Sunna del Mensajero (saws), quien jamás golpeó a una mujer. De hecho, hay un hadith de nuestro Profeta (saws) que dice: “los mejores de entre vosotros son los que tratan mejor a las mujeres” (Ryad al-Salihin, 278).

El matar a una adolescente a golpes por “no llevar el hijab bien puesto” nos da una idea de lo brutal de la ideología, una ideología que, por supuesto, no es din por la cual está justificado matar. Los perpetuadores de esta ideología se olvidan de que el hijab es uno de los símbolos más complejos del din islámico. Es un símbolo de espiritualidad profunda en la mujer que opera en la parte más profunda y privada de ellas, no es un complemento ni un objeto politizado ni mucho menos una herramienta para proteger la moral frente a la “perdición” occidental.

Este asunto en Irán es mucho más paradójico de lo que parece. Cuando se produjo la revolución iraní frente al sátrapa Reza Pahlevi, las jóvenes y mujeres iraníes esgrimieron sus chador tradicionales como armas de resistencia y resiliencia frente a la prohibición del Shah y su policía política de portar este símbolo. Sin embargo, en vez de comprender el significado del símbolo de lucha, Jomeini lo uso como un elemento político y moral, despojando el enorme valor simbólico de la lucha de las iraníes. Con ello extirpó el ejercicio de libertad de cubrirse o de descubrirse desde la conciencia para convertirlo en una obligación moral. Es decir, la opinión de las mujeres le daba igual a Jomeini y sus ayatollahs.

Paralelo a todo esto el gobierno nacionalista hindú de la India prohíbe el hijab en las instituciones educativas de Karnataka y estudia prohibirlo en todo el subcontinente que, curiosamente, tiene una población de 200 millones de musulmanes. El hijab es visto como el gran enemigo simbólico de los hindúes y su prohibición como una gran victoria sobre la identidad de estos musulmanes. Es una copia, limitada por la democracia y el sistema judicial indio, de lo que China realiza en Xijiang con la minoría uyghur. Para justificarse los nacionalistas hindutvas se amparan en el concepto de laicismo de estado para prohibir la vivencia de un símbolo religioso, lo mismo que las autoridades francesas, incapaces de gestionar su interculturalidad, llevan haciendo casi veinte años. Cada uno en su justa medida y con diferencias políticas notables. Sin embargo, nadie percibe ya el símbolo, y como los ayatollahs, lo ideologiza. Poco importa la justa medida y la libertad de creencias del individuo. El nacionalismo hindutva y la “religión republicana” francesa pugnan por homogeneizar la diversidad a golpe político sin escuchar a los demás, a esa diversidad uno por uno. ¿Las víctimas? La gente corriente que vive su día a día y no puede defenderse. Tan solo se polarizan más y más…

No nos engañemos esto no va de religión, va de intolerancia, de poder y de patriarcado que corrompe todo lo que toca. Es algo endémico en un mundo en el que un cuerpo no vale nada, en el que todo es fungible o monetizable, en el que la ética ha sido sustituida por la ideología. La libertad se gana ejerciéndola, equivocándose y buscando. Para algunos la libertad es la ausencia de normatividad, para otros la libertad es la entrega incondicional (tawakkul) a la divinidad. Pero, al final, esa libertad condiciona en gran medida quienes somos y como convivimos.

La convivencia solo puede existir en la justa medida. Mi esfera es mía y yo respeto a los demás si quiero que me respeten. La libertad, siempre en los límites legales objetivos, es sagrada y nadie tiene derecho a interferir. Deberíamos ver todo esto en asuntos de moral, de conciencia o de praxis cotidiana. No hay sitio en ninguna sociedad para la haram-police y la falta de adab. Mejor nos iría si usáramos la empatía y la humildad con nuestras hermanas y hermanos. Esto incluye el hijab ¿por qué no dejamos que cada una desde su espiritualidad y su conciencia actúe? ¿No somos lo suficientemente adultos?

De nuevo es la justa medida la mejor herramienta ante un mundo que se rompe por la intolerancia. La justa medida incluye el silencio, la sonrisa y el respeto. Y si queremos cambiar algo primero el dua y luego educadamente el consejo. Solo así daremos ejemplos y respetaremos e insh’Allah, finalmente, seremos respetados.

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