El estigma generacional

Hace meses, o incluso años, que vemos cada vez con más asiduidad el conjunto de palabras “segundas generaciones” y también “terceras generaciones” en medios de comunicación y en boca de personas públicas. Las campañas xenófobas de algunos partidos políticos en distintos países de Europa han cooperado con esta “moda”, lo cual ha resultado  aparentemente ejemplarizante.

Llama la atención que este conjunto de palabras, que se usaba para describir un aspecto más o menos relevante de la identidad de una persona, sea mayoritariamente visibilizado para hablar de personas musulmanas y/o de origen árabe (incluidos menores).

Pero llama aún más la atención cuando a este conjunto de palabras le acompaña una información “alarmante” relacionada con la seguridad o, directamente, con el terrorismo.

A veces siento como si mi pasaporte se partiese por la mitad. Como un pasaporte “de segunda”. Nuestros hijos e hijas serán o son la tercera generación,  ¿sentirán entonces que su pasaporte se parte en tres?

Es sumamente irracional que, en el país en el que se ha nacido o al que se ha llegado de pequeño, uno sea relegado a un segundo plano “de repente” mediáticanente con asiduidad o sea sujeto de debate en tertulias con “expertos en yihadismo”. Esa suma de titulares, tertulias y discursos es la que convierte ese conjunto de palabras en un estigma.

Si uno es hijo de padres australianos, por ejemplo, entonces ya no tiene que sentirse señalado en los medios ni en los titulares por términos como “yihadista”, “probabilidades” o “integración”.

España es diversa y debiera de ser una bendición para el conjunto de la sociedad. Esas “segundas y terceras generaciones” tienen su derecho al ejercicio de la plena ciudadanía, con sus deberes y derechos. Parece ser que el status de inmigrante dura para siempre y que, además va a resultar hereditario. Una cosa es que uno quiera mantener aspectos de sus orígenes y reivindicarlos y otra es que desde algunos sectores de la sociedad, en la que se vive y se trabaja, aparezcan y desaparezcan niveles de ciudadanía según el discurso del momento.

Algunas de esas “segundas generaciones” son hijos de parejas mixtas. ¿Ellos qué son? ¿Son “medio segundas generaciones”? ¿Tendrán más probabilidades de sufrir crisis de identidad o solo la mitad?

El sentimiento que se promueve y se amplifica de “no soy ni de aquí ni de allí” podría ser tratado con más optimismo ya que se trata, o debiera tratarse naturalmente, de una riqueza de la sociedad y del individuo, no de un lastre ni de una crisis existencial. Todos podemos decidir cómo desarrollar esos aspectos de nuestras identidades como factores enriquecedores y complementarios, al igual que los hijos de padres de origen islandés, por ejemplo.

El estigma generacional, que hoy en día solo afecta y señala a una parte de la población,  fomenta prejuicios y estos derivan en discriminación, discurso y delitos de odio y, por lo tanto, genera una sociedad enferma.

Las jóvenes generaciones son el futuro,  debemos tratarlas con ese amor y respeto que merecen por llevar esa gran responsabilidad, a través del empoderamiento, promoviendo y reconociendo sus aportaciones a la sociedad. Esas historias que existen y que llevan existiendo mucho tiempo son las historias que debieran ser contadas por su mérito.
Al no visibilizar ni normalizar estas  narrativas positivas, sólo se ve el estigma y se cae en una constante extranjerización de una parte de ese futuro.

El origen debería volver a ser un concepto descriptivo y respetuoso. No podemos caer en la estigmatización de cientos de miles de jóvenes de “segunda o tercera generación” por las actuaciones de unos pocos que en absoluto son representativas de todos ellos por el hecho de coincidir en un aspecto, al igual que no se puede estigmatizar a aquellos que coinciden en un rasgo de la identidad del perfil de los verdugos de la violencia de género, por ejemplo.

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