Cuando decimos que Allah es Al Haqq no nos referimos, desde luego, a lo que en nuestros idiomas se entiende por Verdad. Por varias razones: la primera, porque la Verdad entra en el campo de la razón —de la lógica— humana; la segunda, por su carácter inmutable, inalterable, fijo. Allah, en tanto que Al Haqq, no es algo que el hombre pueda tener por completo, sino algo por lo cual se siente guiado; y mucho menos aún puede explicarlo, razonarlo, defenderlo o administrarlo a otros. Lo que en el mundo islámico se entiende por Haqq no necesita del hombre ni es el fruto de sus disquisiciones intelectuales; Haqq es lo que le proporciona apertura y le hace posible el crecimiento espiritual.
No se podrá, por tanto —en lo sucesivo y en aquello que tiene que ver con este término— comerciar con la idea de Verdad y canjearla por nada. Porque la Verdad —objetiva, lógica, racional— es un invento de la filosofía griega para otorgar poder a sus poseedores. La Verdad ‘objetiva’ —“Ésto es así”— se erige en forma de ídolo ante el hombre occidental y éste le rinde culto desde Parménides hasta la crítica ilustrada de la razón moderna.
Nosotros estamos defendiendo que Haqq es, ante todo, eso que te provoca y te rompe para dejarte salir de dentro de tus propias barreras. El sentido islámico de Haqq, por consiguiente, no tendrá nada que ver con la definición occidental de ‘Verdad’; pues nosotros definimos lo verdadero por sus efectos, por su utilidad y a posteriori.
Esta concepción vital de lo verdadero imposibilita ese intento del pensamiento occidental de usar la ‘Verdad’ como un objeto de poder. En el Islam, Haqq es aquello que humaniza, lo que posibilita la dimensión espiritual y no una serie idealizada —objetiva— de verdades al margen de su manifestación —tayalli— en el espíritu humano.
El Islam, de este modo, presenta ante un Occidente engreído con sus ‘verdades’, la sencilla conciencia de un No-Saber —la clara intuición de un pensamiento que no es sino un boceto— y que nos revela que la razón humana es un instrumento inadecuado para captar el sentido del universo. Como mucho, esa razón ‘autónoma’ provee de un buen manojo de paradojas que llevan al oyente occidental a la sana perplejidad.
Nosotros no creemos en ‘ la Verdad ’ como concepto, como idea, como ídolo sedente en el panteón de la Lógica, sino en aquello que va mostrándonos su carácter verdadero. No será ‘verdadero’ para nosotros algo cuya lógica sea incuestionable pero que no nos sirva para adquirir sentido, para crecer espiritualmente, así sea la más exacta, académica y documentada exposición de nuestro din.
Porque el din del Islam no es una serie fija de datos que se conocen ni una ‘verdad’ cuya argumentación no presente fisuras. De ahí la indiferencia del Islam a ser sistematizado y expuesto en términos racionales. Porque los musulmanes sabemos que los discursos filosóficos pueden ser utilizados como un sucedáneo de la ‘vivencia’ del din, como ya ocurriera en el Cristianismo. ¿Quién se atrevería a dudar de la santidad de un Tomás de Aquino leyendo su Summa Teologica? ¿Qué relación existe entre el hecho de vivir un mensaje, una propuesta como la que nos hace Jesús, la paz sea con él, con la capacidad de cristianizar a posteriori el pensamiento de Aristóteles?
Verdad y Conciencia
Para nosotros es Haqq, es verdadero, aquello que va guiando nuestra existencia, aquello que expande nuestra conciencia. No nos valen los compendios de verdades, las categorías que se establecen entre los que tienen la verdad y los que no la tienen, las ortodoxias ni los catecismos. Lo verdadero —al Haqq— es para el musulmán aquello que le agranda.
Nosotros no comprendemos que la Verdad pueda quedar codificada, escrita. Quien diga que la compilación de las verdades del Islam está en el Corán, o no habla bien castellano, o nunca ha paseado, como por un jardín, entre sus letras, ni se ha recostado a la sombra de sus sonidos. El Corán no nos informa de un conjunto de ‘verdades’, sino que nos sitúa ante el hecho prodigioso de la Revelación que acontece al ser humano, ante una polisemia inabarcable, dejándonos en la perplejidad ante Allah.
No se nos pide que construyamos respuestas con la Revelación; más bien se nos pide que soportemos la pregunta. Asumir el sentido de la perplejidad del hombre —asumir esa polisemia— y no tratar de solucionarla, es la razón de ser de las Revelaciones.
La Verdad que se nos presenta como fruto de la razón humana nos propone la disolución del enigma, la cesación del cuestionamiento natural de todo lo que rodea al ser humano, la renuncia a su actitud más característica y propia. Ciertamente, el hombre tiene capacidad de resolver su enigma y capacidad de soportarlo; resolverlo exige el uso de la razón y supone el encuentro de ‘una verdad’ que otorga poder a su poseedor; soportarlo exige el uso del corazón (qalb) y supone un encuentro con el sentido (sirr) que proveerá de la pobreza espiritual (faqr) a su poseedor.
Y es que la pregunta sobre el ‘sentido’ debe conservarse como pregunta. Disponemos de capacidad para intentar profundizar en el sentido de la pregunta, no para contestarla. El mito —el ídolo, el concepto, la idea— de la Verdad es la frustración del sentido de la pregunta. La Verdad es la posibilidad de quedar a salvo de la perplejidad, porque la perplejidad sólo puede soportarla el creyente desnudo. La Verdad no existe como horizonte —como horizonte concreto de lo humano— porque lo específico del ser humano es su capacidad de asombro, su necesidad de indagación, su búsqueda incesante.
Haqq será entonces un aspecto de lo real, una constante evolución hacia lo real, y nos dejamos guiar por ello sin poderlo nunca encarcelar en nuestra razón. Sabemos que estamos en contacto con algo que manifiesta a Al Haqq si eso a lo que nos referimos nos trasforma y trasforma todo aquello con lo que se encuentra. Por contra, una verdad que es sólo objeto de discurso y no va haciendo mundo a su paso es falsa, es sólo una excusa del Poder. Leer un libro, asistir a una clase, estudiar un pensamiento… o es una conmoción dentro de nosotros o no tiene nada de haqq. El regusto de haqq es la ruptura de algo en ti.
Era más fácil el planteamiento occidental de “pensar la verdad” que el planteamiento islámico de verse conmocionado por al Haqq, roto por ella. Así, el resultado de encontrarnos con lo que es al Haqq es siempre desestabilizador para nosotros, esto es, nos hace perder poder. La artificiosidad de la Verdad—en el sentido grecorromano— es delatada por su capacidad de otorgar poder; cuando los frutos de nuestro conocimiento nos mermen, estaremos viviendo una expresión, una manifestación —tayalli— de al Haqq.
Verdad y Realidad
Si algo sabido no te hace más reacio a ejercer poder sobre otros, si no debilita tu imagen a los ojos de los simples, a los ojos de los que necesitan a alguien que les sirva de autoridad, no estamos ante un tayalli de al Haqq. Porque lo que expresa haqq te simplifica, te muestra la puerilidad de los argumentos, la relatividad de los discursos, te hace inocente. De modo que el diálogo con un sabio se parece mucho en su lógica al diálogo con un niño: “¿Por qué haces esto?”. El pequeño contesta: “Porque quiero”. El niño nunca justifica sus actos; da cuenta de lo que le apetece hacer, de lo que le acontece. Se rehúsa a argumentar lo que le apetece, y es sabia su negación a la autojustificación porque no hay argumento tan radicalmente íntimo al ser de las criaturas como el placer. “Me gusta porque me gusta”. El hombre que experimenta haqq es igual: escucha a aquello que le acontece —en sabia expresión andaluza, “a lo que le pide el cuerpo”— porque la naturaleza humana no es una naturaleza caída.
El creyente desnudo piensa las cosas como si todo formara parte de un juego: sin pesantez, sin miedos, sin encorsetamientos, sin un objetivo rígido, aunque le vaya la vida en ese juego. Y le va la vida en ello porque él mismo irá transformándose a consecuencia de aquello que piense. El racionalista occidental “piensa a salvo”, es el amo de sus ideas, pero el mu’min es vulnerable a su pensamiento. Esa vulnerabilidad del mu’min es la prueba de que su pensamiento es libre, de que no controla las conclusiones a las que llega según sea su conveniencia.
El hombre que no comprende la espiritualidad sabe lo que espera de su búsqueda. El verdadero hombre de espíritu va sabiendo en la medida que va relacionándose. No entra en la sociedad escudado, no acude al diálogo blindado, y no tiene respuestas definitivas.
El verdadero hombre espiritual es imprevisible, académicamente inconsistente, un día contesta en un sentido y otro día en un sentido diferente, lo cual evidencia que no puede dársele el menor poder. Porque ¿qué haría con él? Alguien que no cree en verdades conceptuales, cuyo pensamiento no está fijado por ninguna doctrina, no puede tener poder porque no hay con qué sobornarlo.
La Verdad es el resultado —la quintaesencia— de la capacidad de razonar del hombre. El error no está en pensar, sino en pensar considerándonos —a nosotros mismos y al objeto de nuestro conocimiento— como algo ya acabado.
No al shirk de las ideas
Sin embargo, esto es lo que hemos estado haciendo hasta ahora: pensar creyendo que ya somos algo, que los frutos de nuestro pensamiento son algo objetivo, definitivo y universal; pero a nosotros ahora nos parece que no somos, que hemos asumido la tarea de pensar antes que la de ser, por miedo a lo que suponemos sea el ser, y que el resultado de nuestro pensamiento no podrá ser más que una caricatura que nos sosiegue: la idea de Verdad.
Por esto consideramos que la razón es la puerta falsa de la conciencia humana: deduce‘una Verdad’ y la respalda luego con el Poder, que es la expresión habitual del miedo. El sentido no necesita defenderse a sí mismo. Lo que nos revela que hemos llegado a una comprensión desde el sentido es la vulnerabilidad de los argumentos que sustentan unas conclusiones por las que daríamos la vida.
Cuando decimos que “Allah es tal o cual cosa” debemos entender que no estamos afirmando verdades sobre Allah —en realidad, que no estamos afirmándonos usando para ello esta serie de verdades—, sino que ponemos de manifiesto lo que en ese momento está en nuestro corazón, fruto de una experiencia y con intención de alcanzar al oyente. En ese contexto, éste nunca deberá enfrentar nuestra proposición desde la mera razón instrumental. Decimos lo que sentimos; no estamos haciendo filosofía (porque no tenemos la pretensión de ‘hacernos con la Verdad ’, de ‘controlarla’), ni estamos haciendo teología (porque no buscamos prestigio espiritual a cambio de lo que decimos).
Decimos lo que sentimos y buscamos ir desvelándonos en los resultados de nuestra búsqueda. El efecto, en el oyente, de las palabras salidas de esta experiencia de haqq no debe ser refutarlas ó aceptarlas, sino ignorarlas ó conmoverse, exactamente como el efecto de un poema, pues la `aqîda en el Islam nace del mismo manatial que la Poesía. Nosotros “no decimos la Verdad ”, y no la decimos porque la Verdad que “puede decirse” no existe como tal.
Existe Al Haqq y no puede ser dicha ni atesorada, como tampoco es válida universalmente para todo tiempo y lugar porque, en definitiva, no es algo indiferente al transcurso del tiempo y el desarrollo de las cosas del mundo.
Queremos contagiar la actitud de atentar también contra el shirk de la inteligencia, de las ideas, de las palabras. Y lo hacemos provocando al lector u oyente con las palabras adecuadas para que se impregne de ese sentimiento de hablar sin miedo a “salirse de la ortodoxia”.
No existe ortodoxia; no existe lo que piensan los musulmanes que saben y lo que piensan los musulmanes que no saben, sino sólo lo que expresan los corazones, que son los que siguen la ’ibada y tienen àdab (delicadeza con los demás), ya sea —ésto que se expresa— que no existe la “otra vida” o que Allah es un padre protector. No hay ortodoxia, y por esto existe el pensamiento en el Islam, un pensamiento libre, como nunca lo fue entre los católicos; un pensamiento que no está hecho desde la razón sino desde la vida.
Todo musulmán tiene derecho —haya estudiado las Ciencias del din o no, hable árabe o no— a expresar sus intuiciones acerca de la ’aqîda, de los malaika, del Shaytán, de la nafs, etc., porque para nosotros el pensamiento no es un privilegio de nadie como tampoco es algo que obligue a aceptarlo a nadie más que a su transmisor; no es un pensamiento que castra sino un pensamiento que promueve pensamiento, porque no se presenta como el pensamiento definitivo de una criatura definitiva. Es el pensamiento de una realidad abierta al devenir —el ser humano— sobre una realidad abierta al devenir —el mundo.
Es un pensamiento vivo, porque es un pensamiento de la vida. No hay una fractura interior al hombre entre el hecho de sentir y pensar las cosas de la vida y sentir y pensar las cosas de nuestro din. Como hablamos de los hijos, del trabajo o de nuestro futuro, así debemos hablar de la baraka o del danb.
El din es la vida cotidiana. Y así, vacíos de ‘verdades’ y con la sola afirmación de lo que sentimos, vamos unos a otros, al diálogo humano, que no es imposición de alguien sobre alguien, que no es una búsqueda de poder a costa de otros, sino una limpia exhibición de autenticidad.
En conclusión, a través del diálogo con otros creyentes nos hemos abierto a la posibilidad de que pensar pudiera llevarnos a la liberación del No-Saber y no al shirk de las ideas en que ha incurrido el pensamiento occidental.
Y encontramos una gran paz en la intuición de que sólo no sabiendo podríamos darnos y dar cuenta de la tremenda novedad de la existencia, de la incesante manifestación de Allah; de otro modo, nuestras palabras serían tan sólo el producto de una cultura, de una civilización, y carecerían por completo de interés desde el punto de vista de la experiencia de la realidad.
Ojalá, insha Allah, llegue un día en el que, aunque sea durante unas horas, sintamos el escalofrío de la existencia, el escalofrío de la realidad desnuda como creyentes que lo han perdido todo excepto a su Señor; si esto ocurriera, lo que expresaríamos entonces podría ser calificado de “saboreo de Al-Haqq”.
2. Lao Tsé en su Tao te king intuyó la misma idea, pero la expresó de otra forma: “El sabio parece un tonto”.