Las alabanzas más excelsas son para Allāh, el altísimo, el creador, quien inicia y quien moldea las formas de lo visible y lo invisible. La ṣalāt de Allāh y su salām sea sobre aquel que abre, sobre aquel que sella, sobre aquel que mantiene el absoluto valor y es digno de alabanza; sea, igualmente, sobre sus gentes y sobre sus compañeros en la excelencia hasta el día del juicio.

As-salām ‘alaykūm wa raḥmatullāh wa barakatuhu,

Queridas hermanas y queridos hermanos comenzamos un ciclo nuevo de khutbas. Han pasado cincuenta y dos lunas desde que me lancé a escribir para intentar iluminar y reflexionar algunos términos tan comunes que, a la vez, se hacen complejos en nuestra creencia cotidiana. En este nuevo momento, y justo antes de un Ramadán que será largo y complejo, quiero hablar de los profetas. Esos seres tocados por Allāh, el altísimo, que en su altísima raḥma ha querido que sean nuestros ejemplos. Por eso, esto viernes quiero hacer una khutba de enlace entre el tema antiguo y el nuevo, una necesaria reflexión sobre el corazón de la creencia islámica: la profecía (nubuwwah).

El islam es una creencia, un estilo de vida, articulado en torno a la profecía (nubuwwah). Habitualmente, en nuestros reinos de la cantidad, esa palabra suena extraña, vacía o apocalíptica. No es una palabra ni un concepto que mimemos o admiremos como podría ser el amor (ḥubb) o la misericordia potencial (raḥma), es una palabra que resuena de fondo pero a la que pocas veces le prestamos la atención que merece. Los profetas guardan un akhlāq, en su sentido más profundo de moldear la creación (khalq), que muestra como vivir siguiendo los dictámenes que Allāh, el altísimo) ha dispuesto en el ẓāhir (lo evidente) y el bāṭin (lo oculto).

Pues, queridas hermanas y queridos hermanos, son ellos los guardianes y el ejemplo vivificado que tenemos que seguir desde Adām (as), aquel que fue moldeado de la roja arcilla, hasta el amadísimo profeta Muḥammad ﷺ cuya luz (nūr) el mundo y nuestros corazones ilumina. Sus ejemplos deben pervivir en nosotros y ser recordados (dhikr) hacia el presente poniendo en valor sus virtudes tan necesarias en estos complejos tiempos. Amor, entrega, misericordia, paciencia, purificación, sabiduría, valor, arrepentimiento, humildad son esas virtudes que escasean en estos tiempos del reino de la cantidad y de la ceguera de la idolatría (shirk) a lo común, a lo finito. Pues el ḥamd (la alabanza) solo es para Allāh y su creyente sincero lo sabe.

Hacer ḥamd sobre cualquier otra cosa o ser es malgastar un tiempo precioso, y finito, olvidando (ghafla) lo que los profetas vinieron a hacer. Ellos supieron hacer ḥamd (alabanza) e ‘ibāda (adoración) con sus palabras, actos y vidas. Muchos de ellos trajeron un mensaje (risala) que cambió la humanidad. Por eso la profecía y los profetas no son un asunto baladí sino un verdadero elixir en tiempos de olvido y desconfianza, porque ellos acabaron rindiéndose ante el absoluto aún cuando todo parecía oscuro y Allāh les premió con luz que les alzó a ellos, a sus familias y compañeros. Y esa luz (nūr), la que es alimento del corazón, es el mayor regalo que guarda Allāh para sus creyentes sinceros. La profecía en el corazón es comprender que sin esa luz es imposible vivir.

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Los profetas fueron seres privilegiados. Su privilegio fue tener un contacto cercano con Allāh, que exaltado sea su nombre, que comprendieron el significado último de la realidad (ḥaqīqa). Esa comprensión les hizo ser los transmisores y guardianes de la revelación para que el resto de seres pudiera beneficiarse de ella. Y aunque parezca bello, esta situación esconde un gran esfuerzo, un gran pesar.

El pesar proviene del peso y la trascendencia que supone la adquisición de una revelación o la asunción de una vida profética. El profeta está, literalmente, en manos de Allāh y se lo demuestra estando en el tawakkul (confianza plena). Pase lo que pase su corazón estará con Él, haya las pruebas que haya no hay otro sino Él. La profecía (nubuwwah) hace estallar en mil pedazos al ego (nafs) porque una vez consciente de la grandeza de Allāh no cabe nada más.

Frente al héroe griego que vivía el pathos (la tragedia) en su historia, el profeta de Allāh vive la plenitud, es testigo del temible jalāl (majestuosidad) y del dulce jamāl (belleza) en su vida. Es una bendición poder vivirlo todo y es el principal privilegio de la historia profética, algo que nosotros hacemos a través del akhlāq (ética hacia la creación), ‘ibāda (adoración), tazkiyya (purificación) y amor (ḥājj), siendo espejos de la luz que alimenta los corazones. Y esto es lo que nosotros podemos imitar de cada profeta hasta contemplar al ser humano perfecto (al-insan al-kāmil) incorporeizado en el cuerpo y ejemplo de nuestro amado profeta Muḥammad ﷺ.

El profeta (nabi) es el que, etimológicamente, está en una posición elevada, desde una voz susurrante, es el que va hacia delante pase lo que pase, es que tienen buenas nuevas y es lo que sobresale como una protuberancia en la tierra llamando la atención. La belleza vertiginosa de esa raíz (nūn-bā’-alif) nos invita a hacer una reflexión sobre como el significado multívoco de la profecía converge en un signo unívoco que es el profeta. El profeta (nabi) en sí no puede ser interpretado más allá que el de un enviado de Allāh, mientras que la profecía (nubuwwah) es multívoca compleja y oscura. Como siempre unidad en la diversidad, amalgama de realidad que nos invita a rendir la razón y observar escuchando con el corazón, el órgano sutil de los profetas.

En un mundo que es el reino de la cantidad, del egoísmo y de la cobardía espiritual el ejemplo profético viene a hacernos despertar para re-orientarnos (tawba) hacia lo que Allāh, el altísimo, ha querido para nosotros. Por eso, queridas hermanas y queridos hermanos, debemos buscar incesantemente el espíritu de la profecía como si fuese un oasis con el objetivo de refrescarnos y purificarnos en sus aguas. Y emerger, una vez vivificados (yuhya) como hacia el profeta Yaḥya (as), para expandir la purificación (tazkiyya) y la alabanza (ḥamd) a toda la creación como hizo ‘Isa (as). Solo así podremos entender el sello final (Corán 33:40), la última revelación y su último guardián: el profeta Muḥammad ﷺ. Solo así podremos vivir en la libertad de la entrega a Allāh y siendo conscientes de su mundo. El experimentar esa libertad, tras recorrer a la inversa todo el camino profético, es retornar a la fitra (naturaleza primordial) del Adām (as), el primer ser humano. Este es el camino, el camino de los profetas y nosotros estamos llamados a él. Y así retornaremos a lo insondable (quddus), retornaremos a la unicidad (tawḥīd). Ese es el auténtico jardín.

Queridas hermanas y queridos hermanos pidamos a Allāh que en estos días de incertidumbre, temblores y pesares nos conceda la paciencia y entrega de los profetas y nos permita ver con la certeza (yaqīn) el recto sendero (ṣirāṭ al-mustaqīm) que lleva hacia el jardín. Acompaña, ¡Oh, Rabb! A aquellos que estos días transitan hacia ti y que tus ángeles los protejan y los refresquen, pues tu raḥma sobrepasa a tu ira y tu eres el Omnipotente y el Matricial. Amen.

Pidamos a Allāh, el altísimo, y la luz de su Mensajero ﷺ para que nuestros corazones no se consuman en el fuego de la inmediatez y las palabras, antes de atisbar la plena realidad (ḥaqq bi-l ḥaqq).

Pidamos a Allāh luz y salām para ser agradecidos con su creación y superar los miedos al poder auténtico que debe regir en nuestros corazones.

Pidamos a Allāh que, a través de la pureza, incremente nuestro imān, limpie nuestros corazones y los llene de luz muhamadiyya.

Pidamos Allāh que purifique el alma de nuestros antepasados, la nuestra, la de nuestros padres y la de todos los creyentes.

Dicho esto, pido a Allāh bendiciones para todos. Que nuestras palabras estén bajo la obediencia a nuestro rabb, el señor de los mundos.